jueves, 21 de noviembre de 2013

Deslices de conciencias para vengar la ingratitud


Para mi maestro

       Era diciembre de 1963 y antes de darnos las vacaciones de Navidad en el colegio, la manos huesudas de mi maestro, me hicieron el mejor regalo que jamás haya tenido. Un presente muy dulce; un suizo (un bollo, con azúcar por encima) y dos chocolatinas, con cromo y un olor a cacao afrodisiaco que todavía recuerdo. Y además de eso, dos bolis, uno rojo y otro azul. Bics de cristal. Un prototipo diseñado para disparar bolitas de papel al cuello de cualquier cosa que se moviera o se diera la vuelta. Pero eso lo supe, después de haberme manchado las manos unas cuantas veces. Era el momento de cambiar el lápiz y el borrador de miga de pan. Lo usaba para corregir las cuentas en aquellas  hojas retorcidas que tenía que planchar mi madre casi siempre. ¡Pobre cuaderno! Creo que las gomas eran de Milán, aquellas blanditas, que se esfumaban por arte de magia. Me las comía. 
       Don Gonzalo, estaba dándonos las claves de una contienda que debió de perseguirle años y años, tinta roja, tinta azul. Mi Señor Profesor, hacía la cabezas de los muñecos de guiñol de pasta de papel y los ropajes eran increíbles. Aquella maleta de madera, olía a espectáculo trotamundos. Y todos los críos, éramos solo chicos claro, entorno a ese infinito contenedor de sorpresas a todo color, bullíamos esperando el comienzo de la función. 
     
      Mi maestro, hacía las voces de todos los personajes. Aquella obra, fue la primera y la última que se dio en el cine de San Pío X. Esa fue la primera vez que entré allí. Después, acudía cada sábado para ver las dobles sesiones de cine en blanco y negro de la iglesia. Por tres pesetas, igual que el valor del P21 años después, podías sentarte en una alfombra rodeado de montañas de cáscaras de pipas. Mi maestro era delgado y alto y un día, me dejó sin comer por hacerle una brecha a un colega. Le di con el cerco de una ventana. Aquel chaval, no paraba de molestarme todo el tiempo. Un día abrimos la ventana de clase para cotillear y como nunca me dejaba hacer nada y me comía el terreno, le metí la punta de la ventana en la cabeza, la cerré aposta y con mala leche, me tenía harto, una brechita de nada. 
    !Que bronca me llevé¡ Pero me sentí orgulloso, porque ese día, no me importó quedarme sin comer. 
Le había dominado con un toque maestro, eso que me sacaba la cabeza. Mi madre se enfadó y vino a buscarme al cole, pero mi profe no me dejó salir, luego por la tarde al llegar a casa, cobré. 
Don Gonzalo, nos trataba con mimo y delicadeza. No recuerdo ni voces, ni gritos. Alguna cosilla pero sin importancia. Nada de violencia durante las clases, a pesar de lo brutos que éramos. 
      Una regla de madera fina, que casi nunca usaba, excepto con mi enemigo directo. Mi recuerdo está algo borroso, aunque tengo la presencia de mi maestro, en un primer plano. 
       Las clases tenían lugar en una caseta hecha de madera, algo destartalada, con una estufa de leña. Aquel barracón, estaba en una zona contigua a la carretera de Castilla, como para acceder a la Casa de Campo, justamente en donde hoy existe una explanada antes de la "pasarela" A la izquierda quedaba el parque y a la derecha el puente para cruzar la carretera. 
 Nos cubríamos fuera, para pasar con la cartera en orden. A veces, hacían una fogata los mayores en el descampado, pues el frío era pelón, esperando a que se abrieran las puertas. 
       Había una clase para los pequeños entre 7 a 8 años y otra para los mayores, que estaban con otro profesor de pelo blanco y bigote, trajeado y con la voz cargada de humo. Era más gruñón. 
     El odio se borra con los libros, los pecados se quedan prisioneros entre números; sumas y restas. Y la lengua de las mariposas se esconde en una flor de primavera. Mi maestro nos enviaba un mensaje de armonía entre aquellos dos colores de discordia, el rojo y el azul, colores básicos de futuro, obligados a entenderse y así, todo lo malo quedaría destruido a medida que ibas escribiendo. Y ahora, que lo he pensado, tengo que dedicarle este pensamiento a Don Gonzalo. Quien nos enseñó con la suavidad de su inteligencia y con el silencio. Transmitíendo toda su sabiduría. 

      Nos ocultaba las vergüenzas que conocía y mostraba solo el lado mas amable. Como aire renovado de tantas y tantas lágrimas. Y yo, pregunté por mi maestro muchas veces, porque le echaba de menos. El era viejito. Jamás volví a verle. Y mi padre, me dijo que vivía en la calle Gral Pardiñas de Madrid, cerca de un conocido suyo. Y recuerdo que yo era muy pesado. Mi padre decía con efusividad, que al verle, le dio recuerdos para mí. Pero ahora se, que no era cierto. Que, tal vez , así no seguiría preguntando por él. Ahora, pienso que confundo el nombre de mi maestro. No estoy seguro y desde hace tiempo me conformo con llamarle Don Gonzalo, sentía la necesidad de resucitarle, para que coja aliento. He aprendido, que él, ha formado parte de mi circunstancia. Y ahora, también se, que nos refugiaba en la trinchera del pupitre y en la armonía de contenernos para que nos lleváramos bien. Para civilizarnos. 
    Era una persona volcada en el empeño de ser honrado, enseñarnos y mostrar su creatividad. Al año siguiente pasamos todos a otros colegios, yo al Huarte. En los que canté canciones que no entendía y jamás comprendí. Sigo descubriendo que el profesor que yo había tenido y que jamás nos pegó debía de ser una persona maravillosa. Gracias Profe.

Austeridad y deslices de conciencias para vengar la ingratitud.
carlos pina'13

No hay comentarios:

Publicar un comentario